Sobre el acantilado

Por Catriona Spaven-Donn

Foto: Catriona Spaven-Donn
Foto: Catriona Spaven-Donn

 

 

Fue en ese lugar, donde mis padres habían intercambiado susurros de su amor cohibido hace décadas, que lo enfrentamos. Tú no me mirabas. Yo intentaba no llorar. Quería tocar la línea de tu pelo áspero en el cuello, la parte que más me gustaba besar. Pero no lo hice. En vez de trazar los círculos imperfectos de tus mechones, o las arrugas jóvenes de tu piel morena, tensé mis manos en puños hasta que pudiera sentir los estampados sangrientos de las uñas en mis palmas.

Tenías una capacidad injusta de seguir viviendo en tu propio mundo, incluso cuando yo estaba detrás de ti, haciéndome daño, casi llorando, implorando a tu espalda que giraras, que me miraras, que me abrazaras, que me quisieras.

Enfrente, las nubes se hundían en los árboles como dedos de humo. El tributario gris que rodeaba la isla era turbio, su opacidad rota sólo por algas negras y cuervos que volaban casi en el agua misma, antes de desaparecer en la niebla otra vez. Parecía que esta escena del tiempo empeorando te fascinaba. Yo no existía.

No sé cuánto tiempo pasamos así, con el cielo cada vez más pesado en nuestros hombros. Llegó un momento en que consideré saltar las piedras musgosas para estar justo por encima del acantilado. Quizás por miedo de una caída drástica, trágica, me notarías, me salvarías.

Me preparé para el espectáculo. Era difícil reunir fuerzas cuando me sentía más desesperada que nunca. Pero esa desesperación me afectó como una droga. No había límites. Mi único objetivo era abrazarte, ser abrazada por ti, y haría cualquier cosa por sentir tus manos en las mías y tu mejilla en mi frente. Interrumpiste mi anhelo por ti con una voz que casi no reconocía:

– ¿Recuerdas ese día del concierto? Nos perdimos en la calle y estuvimos tan decididos a encontrarnos otra vez, que no escuchamos nada de la música.

Todavía mirabas el agua abajo, el cielo invisible.

No te contesté. Puse una mano en la parte baja de tu espalda. No reaccionaste, pero en ese mismo tono tan desconocido, seguiste:

-Así es con nosotros, ¿no lo has notado? Las cosas que queremos hacer, que deberíamos estar haciendo, nos alejan, se nos escapan. Y luego nos damos cuenta

que no existe nada más que la relación. Que todo el resto se ha ido y existimos en algún tipo de vacío –murmurando, dijiste– tú y yo, y pues, nada. Nada más.

-Pero no importa el resto. Sólo quiero la relación. Sólo te quiero a ti.

Tampoco reconocía mi propia voz. Las palabras salían como un guión que alguien había escrito para otros actores. Estas frases se sentían ajenas en mi boca; dejaban un mal sabor.

-Ya sabes que es imposible –por fin me mirabas. Tu cara estaba sin expresión, tan desconocida como tus palabras. Me perdí en tu mirada fría. Si no te reconocía, ¿cómo podría reconocerme a mí misma?

-No te conozco –dije entre sollozos silenciosos-. No eres la misma persona. No te conozco, y tampoco quiero conocerte. No quiero conocer a esta persona tan dura.

No sabía si mentía o no. Todo estaba fuera de lugar – otra vez todo parecía una obra indeseada o mal elegida. Nuestras palabras no nos pertenecían.

Además del dolor, también crecía una rabia apasionada. Me mirabas, pero no me abrazabas. Me mirabas, pero no me sonreías. Me mirabas, pero no me querías.

Al mismo tiempo, deseaba todo lo que había deseado antes (el abrazo, tu pelo áspero debajo de mis dedos, tus manos en mis manos), pero también quería pegarte, quería tu sangre en mi piel. Quería hacerte daño, como tú me hacías daño a mí.

A lo mejor, sentías todo lo que rebosaba de mí.

-Bueno, ya se ha terminado. No quiero nada más –dijiste, con medio gesto de desdén.

Así me dejaste. Llena de sentimientos, como siempre había estado en tu presencia. Yo te miraba bajar de la isla, con pasos firmes hacia la playa. Y ya, cuando no eras más que una sombra negra en la niebla, creo que te diste la vuelta para mirarme. Yo justo en el precipicio del acantilado, tampoco más que una sombra bordeada por el cielo oscureciendo, con el agua negra y turbia muchos metros debajo de mí. Así me dejaste; sola, destrozada, consciente de nada salvo el contorno nublado de tu cuerpo desapareciendo.


Catriona Spaven-Donn es una estudiante del cuarto año de su carrera en español, francés e inglés en la Universidad de Toronto. Tiene una pasión por explorar nuevas lenguas y culturas, y espera hacer una maestría en estudios latinoamericanos en el futuro. Hasta entonces, le gustaría trabajar en una ONG o una organización caritativa, además de desarrollar su interés en la escritura y en la política de muchas partes del mundo.